Pocos instantes son comparables al de contemplar el rostro de un niño cuando la mañana del seis de Enero – permítanme que escoja esa fecha y no la del veinticinco de Diciembre – tras una noche conjurando en vano el sueño por ejercer de vigilante ante ruidos y sombras, se levanta de la mano del amanecer e ignorando cualquier necesidad fisiológica, despierta a sus padres agitándolos entre gritos como quien trata de devolver a la vida al que acaba de perderla; su conmoción es tal porque un único pensamiento ocupa su mente y sólo un deseo su corazón: hallar la magia transmutada en juguetes, cachivaches, juegos, libros y, de pronto, un descubrimiento que acelera sus latidos: rodeado de muñecos articulados, cuentos, videoconsolas y alguna prenda de ropa condenada a la indiferencia hay algo que se agita y le observa, un regalo que tiene vida propia, medio escondido tras los envoltorios ahora ignorados un cachorrito entre alegre y temeroso le mira con los ojos muy abiertos, mientras duda si menear su rabo o esconderlo entre las patas cuando el crío se abalanza sobre él y lo estrecha entre sus bracitos.
En las horas siguientes toda su existencia gira en torno al animal convertido en hermano, en compañero de juegos, en cómplice de aventuras, incursiones y travesuras. El niño tal vez se olvide de desayunar pero su nuevo amigo dispondrá de mil golosinas ofrecidas a escondidas con las que más que alimentarse, se empachará sin medida. Vendrá la búsqueda del nombre y el elegido estará continuamente en boca del pequeño, dichoso al comprobar como su adorado perro siempre acude a la llamada; llegarán las discusiones por el lugar en el que va a dormir y aunque los padres digan que la cocina es el sitio adecuado, el chaval se las ingeniará para que el can acabe entrando en su cuarto cuando nadie le vea y se tumbe a su lado en cama. Y cada día los paseos, todos querrán salir a la calle con él y se disputarán la posesión de la correa, mientras tratan de enseñarle muy pacientes unas cuantas órdenes sencillas. Las primeras visitas obligadas al veterinario que se harán con absoluta diligencia, no le faltará al animal ni una sola de las vacunas necesarias, tendrá su cartilla y sus amos seguirán a rajatabla las indicaciones del albéitar para minimizar el riesgo de cualquier enfermedad o accidente. “Y mucho cuidado con que se ponga malito - piensan los padres - pues viendo a qué precio están las consultas y los medicamentos caro nos va a salir el capricho, que por si fuera poco lo que ha costado ahora súmale pienso y veterinario”.
Pero el niño vive ajeno a esas inquietudes porque no son las cuestiones económicas lo que a él le preocupa, en todo caso, al cabo de algún tiempo, comienza a darse cuenta de que tener que salir a pasear con el perro no siempre le apetece; unas veces porque está viendo la televisión, otras porque ha quedado con los amigos, tal vez llueve, hace frío o simplemente, quiere terminar de pasar esa pantalla del videojuego que tanto se le resiste; el caso es que empieza a sugerir a sus padres que porqué no lo sacan ellos y cuando le llega la negativa acompañada de la reflexión: “¿No tenías tantas ganas de perrito?; tú se lo pediste a los Reyes, pues ahora tienes que hacerte responsable de él, ya te advertimos que tener un animal es muy esclavo”, viene la pregunta de rigor: “¿Y si no sale hoy no pasa nada, no, total por un día?”. Al final, malhumorado y tirando bruscamente del perro cada vez que en la calle se detiene a olfatear algo, le da un paseo rápido mientras piensa cuando le mira: “¡anda, que menudo ‘coñazo’ tener que estar sacándote todos los días!”.
El cachorro ya no es tal, ha ido creciendo como el niño y también al igual que él es un poco menos juguetón pero a diferencia de su amo, sigue teniendo una dependencia absoluta de ese crío cuyas prioridades sí han cambiado. El cariño y fidelidad del animal por él joven no sólo no han disminuido, sino que se ha hecho mayores y más firmes según ha transcurrido el tiempo; para el chico, sin embargo, el perro ha pasado de ser lo más importante en su vida a convertirse en un pequeño estorbo - por supuesto que lo quiere - pero su presencia le obliga a renunciar o a posponer ciertas actividades y ese comienza a ser un precio demasiado alto que cada vez le cuesta más pagar, de tal modo que cuando le es posible, esquiva tales obligaciones por más que eso suponga un perjuicio para el can que en definitiva, no puede protestar y siempre parece estar agradecido. Los padres, testigos de ese hecho, comprenden que no tardando mucho se tendrán que hacer cargo ellos de todas las tareas que la tenencia de un animal conlleva y es que cada día les resulta más complicado convencer a su hijo de que atienda a las mismas, lo que sumado a los gastos que el perro comporta, a que su tamaño ya es excesivo para un piso – quién imaginaba que aquella “bolita de pelo” fuese a crecer tanto -, a que aquel cachorro que les hacía sonreír cuando trataba inútilmente de encaramarse al sofá cayéndose una y otra vez por lo que al final eran ellos los que lo subían a él, ahora les exaspera si alguna vez se lo encuentran tumbado allí donde se sientan las personas, por no hablar de cuando rompió las cortinas y la ocasión en la que se comió los filetes que estaban encima de la encimera... todo eso y unas cuantas “incomodidades” más, hacen que empiecen a preguntarse muy en serio si realmente hicieron bien aquella Navidad; “ya te dije yo que no era una buena idea – dirá alguno de los dos casi en tono de reproche – es cierto, pero es que le hacía tanta ilusión al niño”. Y en una de esas conversaciones acerca de los muchos sacrificios que implica tener al perro el padre pregunta: “y este año, ¿qué hacemos con él en las vacaciones?, porque mi hermano dice que no puede venir a atenderlo como otros veranos y yo no estoy dispuesto a pagar una residencia, que no voy a privarme de otras cosas para que el perrito de marras esté de hotel”.
Y un día como otro cualquiera, cuando el chico está en el Instituto, el padre le pone la correa al perro; éste, como siempre, agita su rabo feliz pensando en el paseo, en los árboles que va a regar y en que tal vez se cruce con la perrita del final de la calle que le trae loco. Sin embargo esa mañana bajan directamente al garaje y se montan en el coche; “bueno - piensa el pobre animal -, esto huele a visita al veterinario, otra vez una de esas inyecciones espantosas”. Pero en esta ocasión el trayecto es mucho más largo; atrás va quedando la ciudad y el automóvil comienza a circular por una carretera de las afueras flanqueada por campos. De pronto el coche se desvía de ella para adentrarse en un camino de tierra y detenerse a los pocos metros; el padre coge al perro, lo baja del coche, le desengancha la correa, le quita el collar y mientras pronuncia un “lo siento” muy quedo coge un palo del suelo y lo lanza tan lejos como es capaz, detrás de unos arbustos; el perro feliz por poder jugar a eso que tanto le apasiona allí donde no hay vehículos peligrosos, ni multitud de personas, dichoso al sentir bajo sus patas la hierba, se lanza en una carrera loca a la búsqueda del tesoro que su querido amo ha arrojado para que lo encuentre y se lo lleve de nuevo. No le resulta fácil dar con él entre la maleza pero al final lo logra y orgulloso por su proeza, con el trozo de rama en la boca, vuelve al lado de su dueño para que se lo ponga más difícil en el siguiente tiro.
Pero el camino está desierto, hombre y coche han desaparecido, no hay absolutamente nadie y el animal es incapaz de comprender qué es lo que está ocurriendo. Su mente irracional no puede hallar una explicación hasta que, de pronto, cree saber qué es lo que ha pasado - ¡su amo ha inventado un juego nuevo! - ahora no tiene que dar con el palo sino que ha de buscarle a él, por lo que confiando en su olfato se pone a dar vueltas para localizar el rastro de su amigo y está seguro de que lo conseguirá, lleva tanto tiempo a su lado y conoce tan bien su olor, que por mucho que se esconda detrás de un árbol o se agazape tras una roca, él lo encontrará, sin duda que lo hará...
El resto no es necesario que lo cuente porque es la tragedia una y otra vez repetida; no hay más que entrar en una perrera, en una protectora, mirar en los vertederos, en las calles, en cualquier obra abandonada o en las cunetas, para conocer el final de la historia de aquel cachorro que un día los Reyes Magos le dejaron a un niño porque lo había pedido en su carta. En esos lugares y en otros muchos, desnutridos, apaleados, tristes, muy tristes, asustados, aplastados sobre el asfalto o sacrificados con una inyección barata tras veinte minutos de agonía atroz, podemos encontrar miles de regalos que un seis de Enero hicieron feliz a un niño ante la mirada orgullosa de unos padres, muy satisfechos porque su hijo ya tenía el “juguete” que tanto ansiaba.
Julio Ortega Fraile
http://www.grupotortuga.com
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